Angustia controladora a la que he retado abiertamente, para controlar mi libre albedrío y no dejarla a expensas de ella... A veces no me deja, y cuando lo consigo por su desinterés o permisión macabra; nuevamente me arrebata mi determinación y me deja caer entre sus brazos espinosos.
No así ahora, que voy ganándole a la angustia, aunque perdiendo ante mi autocompasión; dejándome llevar por la corriente cegadora de mi apego a lo material y a mi necesidad de lo trivial, a falta de orgullo y autocontrol de acciones negativas.
¿Será lento el descenso? ¿Será evidente? ¿Afectará a las flores que me rodean, el pestilente hedor de mi aliento moribundo? Quizás... O tal vez antes de que el apocalipsis narcisista llegue a cubrirme con su manto de plástico asfixiante, alguien con suficiente relevancia mística arribe a mi ya preparado mausoleo, sólo para rescatarme...
Para salvarme de los gusanos y dejarme recostada sobre césped fresco y libre de alimañas, y luego, de nuevo, abandonarme allí a consecuencia de mi propia tendencia a ser malvada y cruel con quien para auto complacerse me ha sacado de mi inmundicia; ser dejada allí siempre inmóvil y a expensas del sol y la lluvia, del frío y el viento que polvoso me cubre hasta enterrarme viva...
Viva... ¿Qué tan viva estoy?... ¿Qué tan viva está un alma apática e indiferente que lo único que obsesivamente se procura es autocompasión y drama auto inducido? ¿Qué tan viva puede estar quien desea estar muerta?... No viniste por mí, no me rescataste... Me dejaste aquí.
Me levanto. De entre los muertos alzo la cabeza y miro el techo que, aunque ahora esté mohoso y cuarteado sigue estando allí; que aunque igual de muerto que siempre, no ha dejado de mirarme atento, de protegerme del sol y la lluvia, del frío y del viento...
Salgo y lo abrazo con fuerza, bruscamente lo tumbo al suelo, ahora ya no me cuesta hacerlo; me siento tan libre, tan ligera, tan despreocupadamente superficial e hipnóticamente feliz... En su rostro, lágrimas que ruedan y no se detienen, caen en mis manos pero no las siento; tanta felicidad que nos abruma a ambos debe ser un sedante corporal...
Ya no lo siento, ya no lo veo reír; ahora sólo llora y se arrodilla sobre el que pensé sería húmedo y suave césped y que al contrario, me resulta reseco y áspero... No soy feliz, he descubierto mi destino, y lo sufro; pero lo sufro con él, lo lloro con él... Su abandono, ha valido la pena.